El olor del verano se iba acercando por el aire, y, como siempre, llegaba poco a poco, paulatino, impregnando al principio pequeñas briznas de viento por las noches e inundando la atmósfera a finales de Junio. Pero para eso todavía faltaba tiempo, y las estribaciones de ese olor se alternaban aún con el de la tierra mojada, que cada varios días seguía apareciendo.
Trevor asomaba sus retinas a la luz de la mañana, lentamente, como emergiendo de las aguas, mientras estos pensamientos cruzaban su mente, cortando la cinta inaugural de la porción de conciencia que correspondía a ese nuevo día. Había llegado el día anterior, por lo que sólo pudo dormir debido al gran cansancio del viaje, ya que se sentía como un niño el día de Navidad, con miles de cosas por hacer y contemplar que eran, en sí mismas, como regalos envueltos en papel rojo brillante. Habían transcurrido, cuanto menos, quince años desde la última vez que pisó aquellas tierras, e ignoraba con una inocencia inquietante la idea racional de que nada sería igual (bien porque todo hubiera cambiado o simplemente porque la percepción de un adulto, cincelada por el tiempo, difiere tanto de la del preadolescente que era entonces, que cambia por sí misma los lugares y las personas).
Miró por la ventana y vio el cielo azul, las nubes blancas surcándolo y el brillo del sol, formando un conjunto tan perfecto como una coreografía de ballet; irreal, tan quieto y calmado que parecía extraído de un lienzo. Al Este, a media hora a pie, los campos de trigo. Al Oeste, la arena empezaba a salpicar las baldosas del suelo anunciando la llegada de la playa. Se vistió, desayunó y bajó por la escalera hasta la planta baja. Atravesó el pasillo de la parte trasera y finalmente llegó a la puerta metálica con cristales, pesada como la de un portal, que dejaba entrar el rumor del oleaje cuando se abría. Se quitó las zapatillas antes de cruzarla y se adentró en el mar de arena. El sonido del agua era como un abrazo de una adolescente enamorada, le envolvía por completo, le acariciaba dulce y firmemente y sus dedos alcanzaban su mente a través de sus oídos, haciéndole recordar con tanta intensidad que la película de sus memorias se superponía sobre la realidad como un velo.
Trevor había pasado los últimos 15 años pensando a ratos en aquel lugar, permitiendo que su recuerdo infiltrara y a veces empapara sus preocupaciones cotidianas. Nunca lo admitió, pero, como un delfín en las rocas, quedó varado en aquel tiempo y en aquellos campos de trigo delimitados por un verano. La felicidad habitaba en aquel trigo, contenida dentro de cada grano en pequeños paquetitos. Y los hubiera abierto todos, uno por uno, con sus manos, para quedárselos él o para regalárselos a ella, que al final, era lo mismo.
Sabía que, tanto tiempo después, ella ya no aceptaría esos obsequios, pero al menos esperaba que los granos de trigo no hubieran madurado tanto como para que los paquetitos cayeran al suelo y se rompieran.
Sarah ya estaba sentada en la orilla. Su largo pelo negro caía por su espalda y así, quieta y en silencio, parecía que hubiera estado desde entonces sujetando el tiempo con las manos y no dejándolo avanzar. Trevor se sentó a su lado.
- ¡El chico viajero ha vuelto!. ¡Cuánto tiempo! - le dijo ella, esbozando una sonrisa.
- Aquí estoy. Otra vez - replicó él, con una sonrisa visiblemente más amplia.
- Bueno...¡cuéntame!. ¿Cómo te ha ido?. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?. Viéndote no parece que la vida te haya tratado mal.
- Bueno, no me puedo quejar mucho - dijo él con un cierto tono de autoconvencimiento. Al principio fue duro, muy duro. Pero luego me fui habituando y al final acabé viviendo allí, cosa que nunca pensé que podría hacer. Nunca me acabó de gustar aquel sitio, pero supongo que te acostumbras a cualquier cosa. Y al final, en todas partes hay una posible versión de tu vida que siempre tiene algo que merece la pena vivir.
- Qué bien te veo - la mirada de ella tenía alegría en la superficie y trataba de hacer ver que intentaba ocultar nostalgia en el fondo, pero realmente no pretendía ocultarla.
- Y tú, ¿qué tal todos estos años?.
- Bien. Yo sigo aquí. Siempre he estado aquí. Terminé de estudiar, trabajo, vivo con mi novio. Tengo una vida normal, supongo. Es lo que quería, supongo.
- No se te ve muy convencida.
- Da igual, Trevor. Hablemos de tí...sé que no estás aquí por mucho tiempo. Sé que este regreso no es realmente un regreso, sino una visita. ¿Qué viene a continuación?. ¿Dónde vas a buscar otra versión de tu vida esta vez?.
Trevor bajó la cabeza. Algo cayó sobre él, quizá el peso del cielo, de un cielo plúmbeo y lluvioso de una tarde de Febrero, aunque en aquel momento fuese Mayo y estuviese soleado. Porque el cielo pesa, pesa mucho, y cayó sobre la cabeza de Trevor en aquel momento, que, no obstante, él sabía que llegaría. Sentía empatía con ese gris oscuro de los pensamientos de ella, pero no era eso lo que motivaba su súbita tristeza. Era la idea de lo inevitable del momento de su segunda marcha; efectivamente, se trataba de una visita y él había tratado de esconder ese hecho en lo más profundo de su ser, de cortar el tiempo en trocitos y separar su estancia allí del resto, como si fuese otra vida, como un fragmento aislado de su personal recorrido por las lágrimas, las risas y los días. Un fragmento que, por supuesto, tenía un principio y un fin, pero si estaba separado del resto de su vida, ¿qué importaba lo demás mientras lo estuviese viviendo?.
- Pues...me trasladan cerca de Nueva Zelanda. A una isla que hay al Sur de la principal. Al parecer es el mejor lugar para continuar con la investigación. Dicen que los parajes naturales son preciosos - Trevor volvió a mostrar autoconvencimiento, esta vez mayor.
- Al Sur de Nueva Zelanda...Trevor, eso está tan lejos que hasta me da vértigo imaginarlo. ¿Y será mucho tiempo?.
- Sí. Ya sabes que sí. Sabes cómo es mi trabajo, cuánto duran los experimentos. Es mucho tiempo. No es una estancia en el extranjero por trabajo. Es empezar otra vida, o mejor dicho, otra versión de mi vida.
- Y cuando termines, quizá ya no quieras volver. Ya tendrás allí todo, llevarás mucho tiempo en esa versión. No querrás cambiarla. Has querido volver aquí antes de irte y has estado pensando en este lugar porque sientes que aún eres joven. Somos jóvenes. Te queda mucho tiempo para probar y cambiar las versiones, y sobre todo, para echar de menos posibles versiones que no has vivido, que es la peor forma de extrañar algo. Pero cuando termines tu trabajo allí...todo eso habrá quedado en el olvido, elegirás la comodidad de tu versión, pensarás que ya no tienes tanto tiempo para perderlo en absurdos cambios. Que la vida, al fin y al cabo, se da en todas partes y que la idea de que seríamos más felices en otro lugar no es sino una mera ilusión. En otro lugar, o con otras personas. Y te conformarás, o serás realmente feliz, o ambas cosas. ¿Y sabes qué es lo que más miedo me da?. Que sea verdad. Que no importe que no hayas vivido la versión en la que yo estaba, porque la que encuentres a cambio en las aguas del Pacífico Sur sea igual de brillante y colorida que la que tú imaginas que hubieras podido tener aquí.
Trevor vislumbró en sus palabras mucha tristeza, pero eso no era lo que realmente le inquietaba. Eso ya se lo esperaba. Lo que le inquietaba hasta el paroxismo, la idea que le producía pánico desde el fondo de su mente era que ella le hubiera estado esperando. Pánico por imaginar lo largos que se le habrían hecho los días hasta encontrar la resignación y abrazarla como una tabla de madera en el océano. Pánico por imaginar las horas de sonrisas, de besos, de caricias, de placer, de sol y también de luna, de mar y de granos de trigo en verano que hubiera podido vivir de no haberse subido al autobús con la maleta hacía 15 años.
Ambos hacían surcos en la arena con la punta de los dedos.
Trevor vio en sus viejas tijeras, esas que le permiten cortar el tiempo y aislarlo, la salvación. No la mejor, la única posible.
- Bueno Sarah, eso será en Junio. Estamos en Mayo, quedan muchos días, mucho sol, arena, mar, trigo, quizá lluvia. Queda mucho por hacer.
- Sí, Trevor. Queda un mes de primavera.
El único sonido que se oía era el oleaje terminando su camino en la orilla. Quizá también dos gaviotas a lo lejos, compartiendo un vuelo.
FIN
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