sábado, 13 de marzo de 2010

Mi Abuelo Miguel


Al abuelo se le hizo corta la vida de tanto desdoblarse en sus personajes, actuando en nombre de Paco el Bajo, Daniel el Mochuelo o el Señor Cayo. Le hubiese gustado morir como su amigo Damián, que el día antes estaba cargando cartuchos. "¡Ilusionado con algo la víspera! El que muere sin ilusiones era ya un hombre muerto", llegó a escribir en su diario Un año de mi vida. De la alegría, él se despidió sin embargo hace más de una década tras una delicada operación. En este periódico, ya en 2004, describió su rutina como "un postoperatorio interminable". Aguardaba resignado el momento final aunque, cenizo como era, desde que cumplió los 50 decía vislumbrar el desenlace. "La ciencia ha conseguido alargar la vida del hombre, pero no su calidad de vida", se lamentaba. Por eso, a quien por la calle le deseaba una larga existencia -"¡Don Miguel, que Dios le conserve entre nosotros muchos años!"- le requería unas oraciones por su entera recuperación.

Para él, la fama era "una cabronada" y amenazaba con "sentar plaza de energúmeno inabordable y encerrarse en una torre de marfil". Sería faltar a la verdad no reconocer que a veces por la calle apretaba el paso, pero en el fondo disfrutaba del calor de sus vecinos. No se podía reclamar más exposición al público a alguien a quien la sola idea de vestirse de monaguillo le desazonaba en la infancia. En su descarga diré que nunca dejó de responder una carta de sus admiradores, gran parte escolares extasiados con El camino.

Siete hijos, 18 nietos y dos bisnietos. Él era el patriarca de una extensa familia con un arraigado sentimiento de clan. Somos un poco peculiares. El veraneo es conjunto en Sedano (Burgos), se entregan oscars a los mejores del año en Nochebuena y una expedición de los más valientes explora nuevas tierras. El último verano fue por Groenlandia y en kayak. "¡Alguno se mata!", alertaba el abuelo, horrorizado. Aunque todo había cambiado desde que desapareció Ángeles, la abuela, su "equilibrio". Sin ella no se entiende su carrera literaria. Fue quien le engolosinó con la literatura, quien le animó a presentarse al Premio Nadal que le dio a conocer, y gracias a la cual vio mundo. Él era retraído, hurón, y ella unas castañuelas. Su fallecimiento en 1974 le hundió. "Se ha ido la mejor parte de mí mismo", confesó en su entrada a la Academia Española. Pero no le quedó otra que levantar cabeza. Aún tenía tres hijos menores de edad.

Pero no quiero acordarme de ese abuelo lleno de amargura y melancolía, sino del divertido y cariñoso. "Trabajé en Explosivos Río Tinto", nos mintió de pequeños a sus nietos mientras el cielo se cubría con fuegos artificiales en las fiestas de Sedano. "Ese que estalla se llama la palmera y ése de ahora, la bomba...", señalaba, atónito de nuestra supina ingenuidad. Era un apasionado del deporte. Me viene a la cabeza su pesada bicicleta con un asiento que más que un sillín parecía un trono, o mi pescuezo rojo de la fuerza con la que me asía del cuello en nuestros paseos con un cuentapasos en la mano y a veces en compañía de algún perro: el Grin, Perdigón, la Fita o el Cóquer. El ciclismo le proporcionó tardes de gloria ante la tele. Durante el Tour, entre risas, cantaba de pie La Marsellesa, maldecía a Fignon o daba saltos de alegría con las machadas de Indurain y Perico. Los escándalos por dopaje mermaron su afición. ¡Él, que cruzó en bici de Cantabria a Burgos y vuelta para ver a su novia con unos huevos con chorizo como única droga!

A diferencia de otros de mis primos, soy una iletrada en el campo. No me instruyó en cómo reclamar la codorniz, no sé sacar los grillos de sus huras cosquilleándoles con una paja y ni en una vida distinguiría las huellas de un jabalí de las de un corzo o a un cuco de un arrendajo. Me enternece pensar en las bolitas de miga de pan que cada sobremesa estival preparaba con mimo para los hambrientos petirrojos o el placer con el que fumaba sus tres cigarrillos diarios. Y quiero pensar que habremos heredado un ápice de su absoluta integridad y dignidad, su compromiso con el prójimo, su rechazo al consumismo feroz y su independencia de unos y otros.

Elisa Silió es periodista y nieta de Miguel Delibes.

2 comentarios:

Paloma dijo...

Pues sí, una pena la muerte de Delibes, ya van quedando pocos pilares de la literatura del siglo pasado. Voy a intentar de nuevo leer Cinco horas con Mario como homenaje, a ver si lo logro esta vez...

George dijo...

Me ha encantado el texto. No he leído mucho de él, pero sí que debo decir que yo fui uno de esos escolares extasiados con El Camino.