Es fácil llegar a Leuven. Desde Luik sólo se tardan unos 40 minutos. Leuven está en la línea que va hasta Zaventem y Zaventem Luchthaven, y esa línea transporta una gran cantidad de viajeros que se suben sobre todo en la Centraalstation y la Noordstation de la capital. Además, desde Leuven se puede coger uno de los trenes que llevan a Antwerpen, y en Antwerpen subirse a los barcos que en verano navegan el río Escalda. Leuven es un lugar muy bien comunicado.
Además, es una ciudad viva, activa, bulliciosa en horas punta. La Universidad se puede ver desde la estación, así que por las mañanas la tranquilidad de los andenes se convierte en una muchedumbre de jóvenes estudiantes que se agolpan ante las puertas y por el camino que lleva hasta el campus. Los alrededores de la estación son unos inmensos jardines, con cientos de flores que brotan en patrones geométricos perfectamente calculados sobre un suelo de césped.
El cielo de Leuven tiene casi siempre el mismo tono de gris que el fondo de los ojos de aquellos que arrastran cargas interiores que se resisten a revelar. La lluvia es frecuente y personalizada, mientras que a unos les besa suavemente a otros les golpea con fruición, oxidada, lacerante, corrosiva, mordaz. Las nubes danzan entrelazadas, como agarradas de la mano en una ensayada coreografía con el fondo de un vals tocado en pizzicato. Y todo es partícipe de ese vals: los coches que pasan, las personas que deambulan, los que gritan bajo la lluvia con la tranquilidad de que nadie les oirá y los que ríen bajo el cielo nublado como si se tratara de un sol radiante, que en realidad llevan dentro.
La sensación de normalidad que a menudo impregna el aire de ciudades, casas, habitaciones y camas, con frecuencia enmascara cual velo opaco las mayores tragedias, que se ejecutan como procesos interdependientes en cada cama, habitación, casa y ciudad. Las tragedias, al igual que las mayores alegrías, tienen la propiedad de establecer conexiones multipunto con otras tragedias, que se suman y se suceden en un largo proceso de Poisson que a menudo sólo se rompe con un violento cambio.
Leuven, con su aire impregnado de normalidad, rasga el cielo cada noche con los pináculos de su catedral, y es testigo de excepción de las grandezas y las miserias de sus habitantes, que surcan el aire de su vida en canoas de papel fotográfico para inyección de tinta: brillante por fuera, mate por dentro.
Además, es una ciudad viva, activa, bulliciosa en horas punta. La Universidad se puede ver desde la estación, así que por las mañanas la tranquilidad de los andenes se convierte en una muchedumbre de jóvenes estudiantes que se agolpan ante las puertas y por el camino que lleva hasta el campus. Los alrededores de la estación son unos inmensos jardines, con cientos de flores que brotan en patrones geométricos perfectamente calculados sobre un suelo de césped.
El cielo de Leuven tiene casi siempre el mismo tono de gris que el fondo de los ojos de aquellos que arrastran cargas interiores que se resisten a revelar. La lluvia es frecuente y personalizada, mientras que a unos les besa suavemente a otros les golpea con fruición, oxidada, lacerante, corrosiva, mordaz. Las nubes danzan entrelazadas, como agarradas de la mano en una ensayada coreografía con el fondo de un vals tocado en pizzicato. Y todo es partícipe de ese vals: los coches que pasan, las personas que deambulan, los que gritan bajo la lluvia con la tranquilidad de que nadie les oirá y los que ríen bajo el cielo nublado como si se tratara de un sol radiante, que en realidad llevan dentro.
La sensación de normalidad que a menudo impregna el aire de ciudades, casas, habitaciones y camas, con frecuencia enmascara cual velo opaco las mayores tragedias, que se ejecutan como procesos interdependientes en cada cama, habitación, casa y ciudad. Las tragedias, al igual que las mayores alegrías, tienen la propiedad de establecer conexiones multipunto con otras tragedias, que se suman y se suceden en un largo proceso de Poisson que a menudo sólo se rompe con un violento cambio.
Leuven, con su aire impregnado de normalidad, rasga el cielo cada noche con los pináculos de su catedral, y es testigo de excepción de las grandezas y las miserias de sus habitantes, que surcan el aire de su vida en canoas de papel fotográfico para inyección de tinta: brillante por fuera, mate por dentro.
(Continuará)